El IMPACTO EN LA GASTRONOMÍA EN LOS PERÍODOS DEL PORFIRIATO, REVOLUCIÓN Y POS-REVOLUCIÓN MEXICANA
En esta sesión de nuestra serie dedicada a la Revolución Mexicana, traemos un enfoque diferente. Esta vez el impacto que tuvo la gastronomía en nuestro país tras el período de gobernación de Porfirio Díaz.
La cocina francesa es una de las más reconocidas y admiradas a nivel mundial. Su perfeccionamiento técnico, la elegancia en los modales de mesa y la sofisticación de su presentación la convirtieron en símbolo de distinción y refinamiento cultural. Sin embargo, su desarrollo no fue producto del azar, sino del resultado de un largo proceso histórico y social que transformó una cocina medieval sencilla en una de las más complejas y codificadas del mundo: la “Cuisine Classique”. Posteriormente, esta tradición se adaptó al gusto moderno en la “Nouvelle Cuisine”.
Los orígenes medievales y la influencia italiana
El primer cambio significativo provino de Italia, especialmente de la corte de Catalina de Médici, donde surgió una cocina más refinada, con mayor atención a los vegetales, frutas exóticas y modales en la mesa. Al adoptar estos elementos, Francia inició el camino hacia la sofisticación culinaria, que más tarde marcaría su identidad gastronómica.
La evolución hacia la “Cuisine de goût”
El descubrimiento de América introdujo nuevos productos y redujo el valor de las especias, cambiando la concepción del gusto. En el siglo XVIII se promovió la simplificación y perfeccionamiento de las recetas: se buscaban sabores armónicos y limpios, separando lo dulce de lo salado. La cocina comenzó a considerarse una manifestación del arte y la civilización, más que una simple necesidad alimenticia.
El modelo cortesano de Versalles
La consolidación de la corte en Versalles generó un fuerte centralismo cultural. Las élites francesas transformaron la gastronomía, la moda y los modales en símbolos de estatus. Este estilo de vida, conocido como el “art de vivre”, se difundió rápidamente por Europa, estableciendo a Francia como referente de elegancia y buen gusto.
No obstante, mientras la aristocracia disfrutaba de banquetes lujosos, el pueblo padecía hambre y subsistía con alimentos básicos como pan, sopas y papillas. Esta desigualdad social fue uno de los detonantes de la Revolución Francesa.
La Revolución y la “Cuisine Classique”
Tras la Revolución de 1789, la burguesía sustituyó a la nobleza como clase dominante, imponiendo nuevos códigos culinarios. Nació así la “Cuisine Classique”, que priorizaba la técnica, la estética y la precisión en la preparación de los platillos. Esta época consolidó a Francia como centro de la gastronomía mundial, exportando su modelo cultural a través del idioma, la etiqueta y los restaurantes.
Cinco grandes transformaciones definieron este periodo:
El porfiriato
El espacio culinario y las costumbres domésticas
El espacio de la cocina conservaba un aspecto tradicional prehispánico. Estaba compuesta por un fogón (tenamaztli) hecho con tres piedras, un comal, un metate y utensilios de barro, piedra o madera. La cocina podía estar dentro o fuera del cuarto principal, y los alimentos se comían sentados en el suelo o en bancos improvisados, sin un comedor formal.
Por las mañanas se consumía atole o, en ocasiones especiales, chocolate. El almuerzo incluía guisos sencillos como asado de puerco, mole o longaniza frita, acompañados de frijoles y tortillas. Entre los atoles más populares estaban el de pinole, champurrado, de chile o de aguamiel. Para la comida y cena se servían caldos, arroz o guisos con salsa de chile, y los postres eran poco comunes.
Diversidad regional
La cocina popular variaba según la región. En el norte del país predominaban las tortillas de harina, carne asada, frijoles y caldos; en el centro, los moles, tamales, panes regionales y dulces tradicionales; mientras que en el sur destacaban los moles oaxaqueños, guisos con piloncillo y hierbas de olor.
Los platillos regionales eran reflejo del entorno natural y del intercambio cultural. En Chihuahua y Coahuila, por ejemplo, eran típicos los asados, la barbacoa y las gorditas de harina. En Toluca y otras ciudades del altiplano se producían dulces como alfeñiques, jamoncillos y frutas cristalizadas. En Oaxaca y Guerrero, los moles y tamales representaban la continuidad de la tradición indígena.
Comida callejera y pulquerías
La comida callejera fue una parte esencial de la cultura urbana porfiriana. Las calles y mercados estaban llenos de vendedoras ambulantes, conocidas como almuerceras, chieras, buñueleras o tamalera, que ofrecían desde tamales y aguas frescas hasta buñuelos y frutas. Los pregones llenaban las calles de color y sonido: “¡Tamalitos cernidos, de chile, de dulce y de manteca!” o “¡Chía, horchata, limón, piña o tamarindo!”.
Las pulquerías, por su parte, eran espacios de socialización popular donde hombres y mujeres se reunían a beber, jugar y conversar. Aunque despreciadas por la élite, formaban parte importante de la economía y la cultura popular. Su bebida insignia, el pulque, llegó a representar hasta el 30% del comercio interno del país, y su consumo trascendió las clases sociales.
Las pulquerías estaban decoradas con pinturas coloridas, altares y nombres pintorescos como “El Valiente” o “La No Me Estires”. Además de pulque natural, se vendían curados de frutas como fresa, piña o chirimoya, e incluso bebidas conocidas como sangre de conejo, elaboradas con tuna roja molida.
Las fondas y fogones
Aunque sus recursos eran limitados, la clase media comenzaba a adoptar hábitos europeos de mesa y servicio, como ofrecer vino o licores dulces a las visitas, marcando así una transición cultural entre la tradición mexicana y la aspiración al refinamiento extranjero.
Entre los espacios más representativos de la gastronomía popular se encontraban las fondas o figones, que ofrecían platillos caseros a precios accesibles. A pesar de que el gobierno los consideraba lugares para pobres, su clientela era diversa: campesinos, soldados, frailes, políticos y familias de clase media acudían por igual.
Los menús eran variados e incluían caldos, asados, frijoles, chiles rellenos, moles y postres sencillos, acompañados de aguas frescas o pulque. Algunas fondas, como La Madrina o El Conejo Blanco, gozaban de gran reputación y eran frecuentadas incluso por burgueses después de asistir al teatro o la ópera.
La cocina de la clase baja
La clase trabajadora vivía con recursos limitados, por lo que su dieta era sencilla pero nutritiva. El maíz, el frijol y el chile formaban la base de la alimentación, complementados con calabaza, hierbas comestibles y, en ocasiones, pequeñas porciones de carne.
Los hogares contaban con cocinas rudimentarias, fogones de piedra y utensilios de barro. Los alimentos más comunes eran tortillas, tamales, caldos y atoles. Las comidas se acompañaban con pulque o aguamiel, bebidas populares entre los trabajadores.
En las ciudades, surgió una incipiente comida callejera: tamales, atoles, buñuelos, chiles rellenos y antojitos se vendían en los mercados y plazas. Las pulquerías y fondas se convirtieron en lugares de convivencia y resistencia cultural, donde persistieron las tradiciones gastronómicas indígenas y campesinas.
La cocina de la clase media
La clase media, aunque mejor posicionada económicamente, compartía muchos hábitos con la clase baja. Su dieta giraba en torno al maíz, frijol y pulque, pero incluía con mayor frecuencia carne de res, cerdo, café y pan de trigo.
El desayuno consistía en chocolate, champurrado o café con pan y tamales, mientras que el almuerzo podía incluir arroz, lomo de carnero, mole, frijoles refritos, huevos con longaniza o chilaquiles. En la comida principal se servían sopas, guisos y asados acompañados de frijoles, tortillas y vino barato o pulque. Como postre, se ofrecía arroz con leche o frutas en conserva. La clase media fue clave para la difusión de la cocina mexicana, al adaptarla a nuevos contextos urbanos y transmitirla a generaciones posteriores con un carácter más institucional y familiar.
Aunque sus recursos eran limitados, la clase media comenzaba a adoptar hábitos europeos de mesa y servicio, como ofrecer vino o licores dulces a las visitas, marcando así una transición cultural entre la tradición mexicana y la aspiración al refinamiento extranjero
La cocina de la clase alta
La élite porfirista adoptó plenamente el modelo culinario europeo, especialmente el francés, como símbolo de progreso y civilización. Su alimentación era un acto social y estético.
El día iniciaba con café o chocolate y pan servido en las habitaciones. El almuerzo podía incluir platillos sofisticados como bistec Chateaubriand, alcachofas a la española, manos de carnero, pescados fritos y una gran variedad de postres.
A las cinco de la tarde, se celebraba la tradicional hora del té, costumbre inglesa adoptada por las familias adineradas. Se ofrecían galletas, pasteles, sándwiches y vinos, servidos en vajillas de porcelana y cristalería importada.
Las comidas de ceremonia eran verdaderos banquetes, regidos por la etiqueta francesa, con múltiples tiempos, vinos selectos y menús escritos en francés. Estos eventos servían para demostrar el estatus, la cultura y la “modernidad” de los anfitriones.
Así, la cocina de la clase alta simbolizaba el contraste entre la imitación europea y la marginación de lo autóctono, preludio de los cambios que llegarían con la Revolución.
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